jueves, 4 de diciembre de 2014

La sombra de K (cuento)

LA SOMBRA DE K
Cuento

La noche aciaga que me envolvía de pronto me transportó, como el viento otoñal a la hoja seca, a un mundo distinto, lleno de casas pobres, lleno de silencios, lleno de pacifismo aparente, donde sólo lejanamente se escuchaban los lastimosos ladridos de los perros; no existía casi el ambiente bullicioso de estos días. Los moradores hablaban de campo, de brujerías, de malos gobiernos, de nimiedades cotidianas; no de ciencia, de euros, de Internet, de globalización, de liberalismo femenino, ni de democracia, como se estila en la actualidad.


Al principio percibí un denso humo en el cual vagaban sombras fantasmales, como almas en pena en el purgatorio, un mundo similar al relatado por el florentino Dante Alihieri en su Divina Comedia. Ahí vi al hombre que tres días antes lo encontré sentado en la banqueta de mi casa, a un costado de un pozo viejo. “No sea usted malo, regáleme un poco de agua”, me dijo. Sus labios estaban resecos como si no hubiese probado líquido alguno durante varios días. Entré y serví un vaso con agua. Al salir, la imagen humana se había esfumado. Jamás lo volví a ver hasta ahora que lo encontré de un modo extraño no sé en qué mundo, porque ni yo mismo sabía en donde me encontraba. Ignoraba si la vivencia que experimentaba era real o ficticia. Disipado de humo un poco el ambiente, me acerqué al extraño personaje y le pedí que me diera explicaciones. Me miró y me sugirió silencio con el conocido ademán de poner un dedo sobre los labios. Volteó por todos lados y me habló en voz baja, casi en susurro, para decirme que el sitio donde nos encontrábamos no tenía importancia, “lo importante es que estás aquí”, me calmó. Luego agregó: “de aquí en adelante tú serás mi sombra” Juro que sentí más miedo y me negué rotundamente a aceptar semejante proposición. Le expliqué que no podía aceptar extraña propuesta porque tenía mucho quehacer. “Para qué te matas trabajando si bien sabes que la vida es sólo una ilusión”. “Así es”, le respondí; “de ilusión quiero vivir”, le quise presumir. Pero él remata la conversación: “vivirás una ilusión siendo mi sombra”.


Quise abandonar a ese raro ambiente y regresar al punto de partida, pero nunca encontré camino alguno. Caí con mayor peso en aquel mundo enigmático, adonde había llegado mediante un acto de entumecimiento nocturno, como si por un momento regresara al pasado a través de un túnel del tiempo, pero tal hecho no había ocurrido, pues realmente nunca sentí introducirme ni viajar por un túnel. Sencillamente me encontraba con gente campirana, sin preparación académica; se dirigían y actuaban fundamentados en el sentido común, en las experiencias cotidianas de sus vidas. Los hombres vestían ropa de manta y las mujeres se cubrían con refajos a manera de faldas. Hablaban náhuatl. “Tienes que aprender esta lengua para entendernos mejor”, me recomendó.


“Ven”, me dijo y me tomó de la mano. “Te invito a recorrer mi pueblo”. De repente sentí despojarme del peso corporal y, más liviano que una pluma, sentí que me encontraba suspendido en el aire. Pero el personaje, quien dijo llamarse Kosen –pero que le gustaba que lo llamaran simplemente K-, caminaba normal en tierra firme. Ya no me sentía extraño. Me había acostumbrado. Y lo más lamentable era que ya no extrañaba a mi mundo real. A pesar de mi liviandad y la sensación de flotar en el espacio, sentía que era parte de las circunstancias, de esa gente, de ese pueblo extraño pero normal, donde lloraba y reía, hablaba náhuatl pero nadie me escuchaba, cantaba, gritaba... me di cuenta que no era más que aire, canto, risa, sombra. La sombra de K.


* * *


Como sonidos celestiales retumbaron en mis oídos lejanos campaneos cuyos ecos parecían prolongarse espiralmente en los profundos recovecos de los tímpanos. “He aquí el campanario más hermoso del planeta”, me indicó K, señalando con el índice derecho a una alta y tosca torre de una iglesia reducida. Me mostró que ahí colgaban tres viejas campanas, de grande a pequeña, sucesivamente. Seguían sonando por manos invisibles, mientras que iniciaba un pequeño hormigueo de gente que se santiguaba a la hora de cruzar el umbral del edificio religioso. A lo lejos, la mayor de las campanas mostraba un badajo con bastantes hendiduras formadas por su viejo y constante uso, campana prieta, sin pintura, sólo plateada en el interior donde se golpeaba cotidianamente el gran corazón metálico. Las dos más presentaban el mismo aspecto, pero todas emitían un sonido extraordinario, con reverberaciones prolongadas, como si cada onda buscara colocarse en el espacio infinito del universo.


Me dio curiosidad de seguir escuchando los sonidos celestiales. K sonrío. En ninguna parte había escuchado tañeres semejantes. Volvió mi curiosidad y tuve que preguntarle a mi anfitrión el origen de tales instrumentos sonoros. “Esas campanas no se compraron en ninguna parte”, explicó. “Llegaron de la nada, de la incógnita, del misterio”. Por su boca, me enteré que las campanas habían llegado al pueblo a través de una fuerza descomunal soportada por unos Itzkuaunme, una especie de ave gigante. Cuatro campanas eran en total que aquellos monstruos alados habían traído de sitios desconocidos. Tres las instalaron en la torre de la iglesia y la otra la dejaron enterrada en las faldas del cerro Tepoztecatl, que estaba al sur del pequeño poblado. K notó el aire de incredulidad que se dibujó en mi rostro y fue por eso que me dijo que de los hechos existían pruebas. Sin pedírselo, me condujo a un área rural totalmente abandonada, llena de silencios; sólo un ligero aire acariciaba los arbustos y las flores blancas que adornaban el camino sinuoso por el cual caminábamos. Después empezó a recoger pedacitos de piedra de obsidiana y me los mostró, sin decir palabras. ¿Qué con eso?, le interrogué. “Eran huesos de los que transportaron las legendarias campanas”. Dijo que los fragmentos de sus huesos se encontraban regados por todos lados del pueblo merced a que los monstruos frecuentemente se enfrascaban en prolongadas batallas en pleno vuelo y muchas veces se destruían en esas luchas aéreas.


Jamás nadie los pudo contemplar porque los Itzkuaunme eran entes nocturnos. La faena para traer las campanas la realizaron de noche. La fuerza descomunal de los gigantes permitió con facilidad transportar los compactos hierros sonoros traídos quién sabe de dónde, con un peso de varias toneladas.

Hace poco este pueblo sufrió un pavoroso temblor cuyos movimientos oscilatorios y trepidatorios derribaron sin compasión dos campanas. Una de ellas era la más grande. Después de remodelar la torre, se reunieron los hombres más fornidos del pueblo para colocar de nuevo en lo alto ese enorme instrumento sonoro. Pero el intento fue en vano: los hombres cayeron fatigados y la campana seguía en el suelo, vencida totalmente por su inmenso peso. Por el cansancio producido por una fuerza excesiva, los hombres cayeron muertos de sueño. Al día siguiente el pueblo despertó absorto y jubiloso: las dos pesadas campanas de nuevo lucían en su lugar, dispuestas una vez más a sonar en el alto campanario.


La gente de afuera que ha visitado al pueblo –seguía explicando K- se ha maravillado por esos tañeres preciosos y hechizantes. Ha habido turistas con muestras de querer comprar las campanas; se han acercado a los sacerdotes en turno, a los sacristanes..., pero las campanas no son de la Iglesia, sino de todo el pueblo. La que han querido vender es la que está enterrada en las faldas del Tepoztékatl, pero su encuentro ha sido inútil. Las autoridades eclesiásticas y los representantes civiles han hecho concursos entre los jóvenes más curiosos e inteligentes para buscar la enigmática campana. A causa de esos propósitos, actualmente las pendientes iniciales de ese cerro se encuentran escarbadas y exploradas, pero jamás se han encontrado indicios de los instrumentos buscados.


Una vez unos jóvenes se organizaron y se acercaron al sacerdote del pueblo. Platicaron acerca de la misteriosa campana enterrada. El párroco les aseguró que, en efecto, la campana se encontraba en las faldas del cerro, sin precisar el sitio exacto. Los jóvenes, curiosos e impulsivos, pagaron un monto previo al clérigo y luego se trasladaron al rincón de Tepoztekatl. Pasaron treinta días buscándola, pero al final nada encontraron, a pesar de que recorrieron casi toda el área del cerro. Regresaron furiosos sobre el sacerdote, éste les solicitó calma y les dijo que el que encontraría el objeto sonoro sería una persona devota y henchida de fe, de lo contrario –les explicó- nunca darían con ella. Ustedes saben bien –siguió el clérigo- que de los Itzkuaunme nadie duda; si ellos alguna vez comunicaron al pueblo de que ahí guardaban una campana, ese instrumento debe estar allí. Lo que ocurre es que no han de estar de acuerdo que la campana se vaya de este pueblo o ustedes mismos carecen de fe… “Adelante, muchachos, sigan buscando”.


Mientras K me hacía esta plática, yo me fui aproximando a la entrada de la iglesia. Había un círculo de luces alrededor del altar mayor en cuyo centro colgaba una enorme cruz y encima de la cual la efigie de un cristo. Me quise persignar frente al crucifijo pero K me impidió hacerlo. “No, no lo hagas”, exclamó. ¿Por qué?, le pregunté. “Dios también es una ilusión”, me respondió. Le dije que ello no podría ser posible: “yo, aunque poco, he leído la Biblia”, le expliqué. ¿Para ti qué es dios entonces?, le interrogué. Su respuesta se hundió en el silencio porque en ese instante llegó a nosotros un intenso olor a incienso y se dejó escuchar lejanamente un rumor avispero de oraciones. En seguida sonó estruendosamente la enorme campana cuya resonancia sentía estremecer mi corazón y los objetos que se encontraban en nuestro alrededor, segundos después sonó la pequeña y por último se escuchó el tañer de la mediana. K quería explicarme algo pero en eso apareció un grupo de gente con un pequeño féretro al hombro, que de inmediato me hizo pensar que el muerto era un niño por el tamaño del ataúd. Quise santiguarme de nuevo al pasar cerca de nosotros la comitiva fúnebre pero K me detuvo otra vez. Me indicó que no era necesario hacerlo “porque morir aquí es como caer una hoja de los árboles: es algo muy normal”. Explicó que tan sólo en quince días habían muerto cerca de veinticinco personas, entre mujeres hombres y niños. Y no era a causa de una epidemia sino la gente sencillamente así moría: “así como nacen todos los días, en cualquier momento mueren así también”, dijo. “Que dios los tenga en su gloria”, expresé santiguándome. K sonrió en tono de burla e insinúo que era yo ingenuo: “los muertos muertos son y no tienen otro objetivo más que convertirse nuevamente en tierra”.


Dios –siguió explicando- es el creador del universo y hasta ahí. Todo lo que ocurre entre la humanidad, así como el nacimiento y destrucción de las estrellas son fenómenos que están fuera de la voluntad de Dios. En este mundo las personas no actúan siquiera a su libre albedrío sino a capricho y a la medida de sus gustos e intereses. Pero a Dios no le interesa lo que el hombre hace en este planeta, ni tampoco requiere de adoraciones para conservarnos. Los seres vivos somos creación secundaria de Dios, es decir, no somos el objetivo creador del ente divino sino somos derivación de la materia universal, que es la verdadera creación de Dios.. Es como si sembraras naranjas y en las frutas se dan gusanos, ¿cuál fue tu objetivo, las naranjas o los gusanos? El objetivo de Dios es mantener el equilibrio estructural del universo. Todos los seres vivos existentes en los diversos rincones del infinito universo son sólo pequeñas y tenues manifestaciones en un insignificante grano del universo. Y todo el tiempo ha habido estas tenues manifestaciones, no solamente en la tierra sino también en los demás granos de la infinita creación universal. Si un día se llegaran a cumplir los anuncios apocalípticos de la Biblia, el género humano habría sido víctima de una fuerza destructiva proveniente de otras civilizaciones, no de Dios.


* * *


Era la tarde. El sol se había ocultado tras el sinuoso horizonte de los cerros. Entre las malezas y árboles se escuchaban ligeros cantos de grillos y de otros insectos. De repente oscureció como si alguien apagara la luz del día. K, sin decir palabras, corrió una especie de cortina y de pronto se vio un panorama donde se veía gente arremolinada en torno a alguien que hablaba y se reía pero que no se escuchaba sonido alguno. K me dio una palmada en la espalada y me dijo en voz baja: “Ese es un hombre que quiere ser alcalde del pueblo”. Mira eso –me indicó con un dedo hacia la multitud--. Rápidamente se escuchó la voz de un hombre que ofrecía un cúmulo de bienestares para los que vivían en el pueblo. Daba dinero y, al mismo tiempo, los exhortaba: “conmigo no se arrepentirán, seré el mejor alcalde. Sacaré al pueblo de su atraso. En tres años lo convertiré en un paraíso. Todos vivirán mejor”. K me miró y sonrió de nuevo: ahora verás cómo se engañan en este pueblo, me advirtió.


K chasqueo los dedos y en forma increíble cambió la escena. Ahora veo a un grupo de personas, entre hombres y mujeres, gritando afuera de un viejo edificio, con muros gruesos y despintados, techo de teja, ventanas y puertas pequeñas con protecciones metálicas en forma de rejas. A decir de K, el edificio era el palacio popular. En voz alta pregunté a mi anfitrión que me explicara que sucedía ahí. Él me recordó que yo era su sombra; entonces se dirigió hacia la gente y yo comencé a percibir la agitada respiración de los manifestantes, el olor a sudor, y sentí también que sus voces retumbaban en mis oídos. K me comenzó a comentar que el pueblo estaba enfadado y de esa forma externaba su inconformidad porque el alcalde que prometió construir un paraíso ya no llegaba al palacio popular, en donde debería estar para escuchar, atender y juntos planear para alcanzar los objetivos prometidos. Pero el alcalde desapareció desde que fue puesto por la gente; lo buscaban y nunca lo encontraban. Lo grave de todo –agregó K- es que el agraciado por la confianza del pueblo huyó con una enorme cantidad de dinero aportada por los vecinos de la localidad.


Le inquirí por qué había hecho eso. Me explicó finalmente que ese era un hombre embrionario. Se desarrolló físicamente pero su estado mental quedó atrapado en el espacio interior materno. En otras palabras –dijo-, si queremos decir que logró una liberación mental, el hombre quedó sin espíritu y sin capacidad de inteligencia, a lo que comúnmente se le denomina enano mental. Este tipo de personas jamás podrán entender lo que los hombres de razonamientos normales desean, por mucho que se les explique. Este problema ha orillado a estos hombres y mujeres a realizar un acto indebido: quemar vivo al alcalde, ya que para ellos es necesario eliminar físicamente a entes no desarrollados normalmente, pues consideran que son perjudiciales al avance y desarrollo material y humano, pero sinceramente esta idea también está mal. Acto seguido apareció otra escena en donde se veía a un hombre amarrado con gruesos mecates en el enorme tronco de un pino plantado en las afueras del palacio popular. Varios hombres echaron leña al pie del prisionero semiinconsciente cuyas ropas las tenía raídas, como señal de que el hombre había sufrido fuertes golpes y laceraciones antes de ser atado al árbol. Le rociaron un líquido y en seguida le prendieron fuego. El hombre gritaba en medio de gigantescas llamas, mientras que los linchadores bailaban ridículamente celebrando el triunfo del pueblo.


* * *


Aquí veremos otro ejemplo de agresividad de la gente, dijo K. Ambos nos detuvimos en la entrada de un rústico pasillo, que daba a una casa grande hecha de madera, en donde había varias señoras y algunos señores; las primeras echaban tortillas y las iban cociendo sobre un comal envuelto de mucho humo; otras atendían unas enormes cazuelas de barro también puestas sobre unas piedras y rojizas brasas. Se escuchaba mucho bullicio por las charlas y chascarrillos de los hombres y mujeres que conversaban alegres, departiendo ricas y blanquecinas bebidas. A un lado de ellos, en un pequeño rincón, estaba un enorme tonel del cual iban trasegando el líquido embriagador a unas pocas higiénicas cubetas.


En el interior de otra pieza de la casa se escuchaban reverentes rezos hechas frente a una sagrada imagen religiosa. Era una mayordomía. Y el festejo había motivado la invitación a familiares y amistades del mayordomo. Ahí estaban las menoras y los menores rezando con explícita devoción, mientras que los invitados trajinaban solícitos para atender y atenderse así mismos. Había comida, bastante comida: mole, arroz, frijoles, carne de guajolote, tamales y gran cantidad de cajas de otras bebidas embriagantes, así como aguardiente de caña para los vagos y dipsómanos consuetudinarios.

Afuera, por la entrada del pasillo, donde había y platicaba mucha gente no invitada, llegó un hombre joven, chaparro y regordete, picado ligeramente por unas copas. Preguntó si dentro de la casa estaba el Pinoh, el mayordomo, el anfitrión de la fiesta religiosa. Alguien le dijo que sí estaba adentro.


- Dile que lo buscan aquí, que venga el cabrón –gritó Lipe, el que lo buscaba.


Al cabo de un rato Pinoh apareció de entre el gentío que estaba curioseando en las afueras, preguntando razones de su requerimiento. Le informaron que el hombre que estaba a media calle lo llamaba. Se dirigió a él. Éste, sin mayores preámbulos, simplemente le preguntó que si en verdad era él el mero gallo del pueblo, tal como comentaban algunos, y, ni tardo ni perezoso, extrajo de entre sus ropas un filoso cuchillo y se fue contra el alto y corpulento cuerpo del desconcertado Pinoh, quien tenía poco tiempo de haber salido de la cárcel acusado de homicidio.


Éste, aunque era alto y musculoso, mostró cara de asustado al ver al furioso agresor blandiendo ágilmente la enorme hoja plateada. Miró por todos lados y se lanzó a tomar un pedazo de cascajo de un montón de escombros que estaba ahí para defenderse; le aventó con fuerza al hombre regordete, quien cubriéndose con el brazo izquierdo logró con el codo desintegrar la seca argamasa. El agredido volvió a mirar por todos lados, pero no pudo agarrar nada con qué hacer frente al enemigo. Venciendo sus cien kilos de peso, a Pinoh no le quedó de otra más que echar a correr ante la mirada atónita de los presentes, sin que nadie se atreviera a auxiliarle. Lipe, envalentonado todavía más, corrió pavoneándose detrás de su aterrorizada víctima, con el arma en alto en la mano derecha, listo a clavarla con violencia y saña.


A pocos centímetros de herir con el cuchillo, mientras ambos corrían con toda sus fuerzas, el agresor sintió un contundente golpe en la nuca. Era el impacto de un proyectil pétreo que alguien lo lanzó desde atrás, Cayó instantáneamente mareado por el dolor producido por el certero golpe, en tanto que la piedra cayó también rodando a un lado después de rebotar contra el cuerpo de Lipe. Fue rodeado después por varios hombres: eran los menores que poco antes se encontraban rezando frente a la imagen religiosa. Iniciaron los golpes con palos y patadas haciendo que la víctima poco a poco fuera perdiendo el conocimiento. En vez de enviarlo a algún lugar para curarlo, el moribundo fue levantado por unos policías que llegaron a pie y con toletes en mano, y lo trasladaron a una celda que estaba en el interior del palacio popular.


* * *


Lipe, sonriente, levantó la cabeza. No entendió que estaba tendido en el suelo frío. En su alrededor contempló fascinado a un grupo de mujeres elegantes en cuyos brazos tenían gruesos manojos de distintas flores: claveles, gladíolas, nubes, nardos, azucenas, rosas, gardenias. Por el gran resplandor de luces pensó que se encontraba frente al altar de la iglesia que lo había visto por una sola ocasión cuando fue presentado por sus padrinos para recibir las bendiciones de la confirmación. Pero recordó que aquella mañana las flores se hallaban inmóviles en los floreros, los cuales estaban colocados sobre el altar, en medio de muchas luces que parpadeaban débilmente dentro de unos vasos.


Sintió el cuerpo liviano y un viento suave que le desordenaba el cabello; volvió a sonreír y luego sus oídos percibieron un canto divino cuya naturaleza era desconocida. Jamás en su vida lo había escuchado. Miró hacia arriba y sólo observó un cielo oscuro cuyas nubes vagaban lentamente cual fantasmas gigantescos que marchaban en silencio. Le parecía todo inexplicable. En su mente comenzaron a pasar un sinnúmero de imágenes, como si una gran videocasete se estuviera regresando con las escenas en pantalla.


Con sorpresa vio que las escenas presentaba imágenes de su infancia, inquieto, travieso, sin querer ir a la escuela pero resuelto a trabajar en el campo, a pesar de su edad, para ayudar a su padre que se dedicaba a trabajar, sembrando flores y maíz. Después, alegre, contempló una escena especial: las prácticas iniciales de sus broncas y agresiones. Desarrollaba fuerzas y músculos. En una calle enyerbada de la zona agreste se revolcaba cuerpo a cuerpo con el Chino, cuando él (Lipe) tenía trece años de edad. Al final de cada pelea él resultaba el vencedor. Levantaba los brazos en señal de victoria. Era el momento de la inmortalidad, el inicio de una vida física plena, el espacio temporal en el que no había enfermedades y ni se acordaba de Dios; días de irreverencia, de rebeldía, de adolescencia salvaje.


Pudo ver también el momento más bello de su vida: conocer a la niña con quien unió su vida de inmediato. Tuvieron cuatro hijos, a quienes él no pudo darles nada: ni amor ni sustento alimentario. El mortal alcoholismo se posesionó en él a temprana edad. Durante toda su vida cayó en pendencias callejeras y de cantinas. No se puede decir que trabajaba y libaba, porque trabajaba poco y la mayor parte de su tiempo se la pasaba con supuestos amigos, con quienes terminaba tragando alcohol en los bajos tugurios del pueblo.


Cansado de seguir con su mirada sobre las imágenes de su vida, soltó la cara sobre el suelo para quedar dormido boca abajo. En poco tiempo y a poca distancia se escucharon fuertes tintineos de llaves y luego el ruido del grueso pestillo de las rejas de la fría y tufosa celda. Entraron dos celadores.


- Lipe, despierta, que ya te vas para afuera –le dijeron.


No respondió. Siguió inmóvil.

- Jefe, jefe, este desgraciado está muerto.


Horas después, del mismo día, varios familiares del difunto se presentaron en la mugrienta oficina del alcalde, donde había basura y pedazos de papeles oficiales, para solicitarle un esclarecimiento del deceso de Lipe. Pero el alcalde no estaba. Regresaron al siguiente día y ocurrió lo mismo.

- Y nunca lo van a encontrar, porque en este pueblo siempre pasa lo mismo –me susurró Kosen.